Época: eco XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Las relaciones comerciales

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Del progreso técnico que afectó a las comunicaciones marítimas se habla en otro capítulo. Subrayamos aquí el notable crecimiento del volumen de las flotas y la consiguiente expansión de la construcción naval y del tráfico de productos en ella utilizados: madera, alquitrán, lonas .... (naval stores para los ingleses). El semimonopolio que en este aspecto habían conseguido las Provincias Unidas durante el siglo anterior quedaba deshecho con el florecimiento de los astilleros ingleses y franceses, sobre todo, así como los de los países escandinavos, Bélgica, Prusia, España y Portugal y aun los de las 13 colonias americanas. Según R. Romano, en 1786 la marina mercante europea totalizaba cerca de 3.400.000 toneladas, muy desigualmente repartidas entre los distintos países. Inglaterra, con cerca de 900.000 toneladas -el crecimiento en un siglo había sido del 260 por 100-, acaparaba algo más de la cuarta parte, seguida por Francia (21,6 por 100), Holanda (11,7 por 100) y los países escandinavos (16,4 por 100, en conjunto).
Era esto un fiel reflejo de la posición que los citados países ocupaban en el ámbito comercial. El comercio holandés, como ha demostrado J. de Vries, se mantuvo básicamente estable en cifras absolutas durante la mayor parte del siglo, y Amsterdan continuó ejerciendo su función de almacén internacional de mercancías. Pero, dada la evolución general, la estabilidad equivalía a una disminución relativa. Las causas, lejanas, se remontan a la presión económica y militar ejercida por Inglaterra y Francia desde 1660, aproximadamente, añadiéndose a ello el declive de su propia industria y de su papel de intermediario comercial por el desarrollo de industrias y flotas en otros países, así como la progresiva orientación de sus capitales a las altas finanzas. Sólo a finales de siglo, tras su derrota en la cuarta guerra anglo-holandesa y la guerra civil de 1787-1788, se iniciaría la decadencia en términos absolutos, aun manteniendo un más que digno nivel en el concierto internacional.

La carrera de Inglaterra hacia la primacía del comercio mundial se había iniciado en el siglo XVII y la promulgación de las Leyes de Navegación, que protegían su marina mercante y ordenaban el monopolio del comercio colonial había sido un importante instrumento para ello. Luego fue ganando mercados progresivamente, aprovechando en más de una ocasión victorias militares. El Tratado de Methuen con Portugal (1703) le otorgó un lugar privilegiado en las transacciones con las colonias lusas, asegurándole el acceso al oro brasileño. Las concesiones hispanas tras la Guerra de Sucesión, le facilitaron la penetración en la América española -navío de permiso y asiento de negros, antes en manos francesas- y el control de Gibraltar y Menorca le aseguró la apertura del Mediterráneo. Por otra parte, los avatares dinásticos le proporcionaron la avanzadilla de Hannover en el Continente. Y continuó expandiéndose en Asia, mientras que la independencia de las colonias americanas le afectó sólo coyunturalmente. Francia, que también aspiraba a alzarse con la supremacía comercial, representó una dura competencia durante los dos primeros tercios del siglo. Pudo beneficiarse de los aspectos positivos de la herencia colbertista, particularmente en lo que respecta a la posesión de unas manufacturas de lujo reputadas internacionalmente y de la mejora de su explotación colonial, así como de las ventajas obtenidas en su alianza con España y otros países europeos. Su comercio internacional se triplicó en precios constantes; en precios corrientes casi se quintuplicó, entre 1716 y las vísperas de la Revolución. Pero, finalmente, no pudo desbancar a Inglaterra como primera potencia comercial. El enfrentamiento militar entre ambos países en la Guerra de los Siete Años selló el triunfo colonial y comercial británico, reforzado por el crecimiento industrial de la isla, lo que, por otra parte, introducía un elemento diferencial clave en la estructura del comercio exterior de ambos países. Las tasas de crecimiento del comercio inglés en las últimas décadas del siglo (1779-1802: 4,9 por 100 anual) eran mucho mayores que las francesas por las mismas fechas (1,4 por 100, aproximadamente). Inglaterra, Francia y las Provincias Unidas no estuvieron solos, por supuesto. Todos los Estados y entidades con salida al mar desarrollaron su comercio, destacando particularmente los países nórdicos y las ciudades hanseáticas. Los países ibéricos, aunque relegados a un papel secundario, conocieron también la expansión, sobre todo en la segunda mitad del siglo.

En esencia, la política económica aplicada por Inglaterra y Francia durante casi todo el siglo XVIII se inspiraba en principios de corte mercantilista. Como es sabido, los mercantilistas, para quienes los metales preciosos constituían la medida de la riqueza, situaban el centro de la actividad económica en la esfera de los intercambios y, fuertemente intervencionistas, asignaban a los poderes públicos la tarea de velar por el desarrollo económico. La protección de la moneda nacional y del espacio económico interno y el fomento de la producción industrial como medio de reducir importaciones e incrementar exportaciones eran asuntos prioritarios y encaminados a la finalidad esencial, la de conseguir una balanza comercial positiva. Y su visión esencialmente estática de la vida económica -en la que el enriquecimiento de un país implicaba el empobrecimiento de los demás convertía al comercio en una práctica agresiva generadora de choques y conflictos cuya resolución debería abordarse mediante la negociación o la guerra. Por su parte, muchos soberanos representantes del absolutismo ilustrado vieron en los principios mercantilistas el instrumento idóneo para acortar con rapidez la distancia que separaba a sus países de los más desarrollados. Se crearon así (en Austria, Prusia, Portugal o Rusia, por ejemplo) organismos administrativos destinados a fomentar el comercio y la industria y a controlar la balanza comercial, a imitación del Consejo de Comercio francés (creado en 1665) y del inglés Departamento de Importaciones y Exportaciones (1696). Y la aplicación de rigurosos aranceles proteccionistas, la promulgación de leyes de navegación sobre el modelo inglés, la creación de compañías monopolísticas, la designación de puertos privilegiados en los que se centralizaba el comercio o bien de puertos francos en los que ciertas mercancías -generalmente, las destinadas a la reexportación- circulaban libres de impuestos y otras medidas similares fueron norma común. Aunque no faltarían casos (Provincias Unidas y Hamburgo desde 1727) en que se recurriría a medidas contrarias, como los aranceles relativa o abiertamente bajos, para mantener o fomentar su papel de intermediarios comerciales.

Las colonias constituían un elemento esencial del sistema y, por lo tanto, ocuparon un destacadísimo lugar en la vida económica de la época, como importante fuente de metales preciosos, materias primas, comestibles y otros productos exóticos, a la vez que como mercados para la producción europea. Como consecuencia de ello -aunque no faltara el afán colonizador y evangelizador en las acciones españolas, y la curiosidad científica impulsara cada vez con más fuerza notables hazañas individuales-, se produjo en este siglo una considerable expansión colonial, sobre todo, en el Continente americano, aún escasamente dominado, y en el sudeste asiático. Y aumentó progresivamente su protagonismo en las relaciones internacionales, proyectándose en ellas o estando en el origen de los conflictos armados europeos, que adquirieron así por primera vez una dimensión geográfica prácticamente mundial y afectaron de lleno a la propia configuración colonial. Concebidas como una prolongación complementaria del territorio metropolitano, eran explotadas en régimen de monopolio y su economía estuvo regulada rígidamente por las metrópolis en función de sus propios intereses. Ahora bien, ninguna potencia pudo asegurar sin fisuras tal monopolio ni evitar, por lo tanto, un floreciente contrabando, realizado no pocas veces con la tolerancia y aun con la participación activa de las autoridades locales. Y la combinación en el último tercio del siglo de factores diversos, desde la mejor defensa de los intereses de los colonos a la autosuficiencia vivida por algunas colonias durante la Guerra de los Siete Años, así como el peligroso precedente de la independencia de los Estados Unidos y la influencia de las nuevas teorías económicas -que en su formulación extrema, como se verá en otro capítulo, cuestionaban la existencia misma de las colonias-, empujaron a las potencias, en las últimas décadas del siglo, a relajar el rigor de la reglamentación comercial. La apertura por parte de Francia e Inglaterra de ciertos puertos antillanos a navíos extranjeros poco después de la Guerra de los Siete Años o la abolición del monopolio de Cádiz para comerciar con América (1778), abriendo al comercio colonial los más importantes puertos de España y América, medidas luego ampliadas con el Decreto de Neutrales de 1797, son ejemplos de ello.

Las compañías monopolísticas de comercio, institución emblemática mercantilista, vivieron su última etapa de esplendor. Como hemos apuntado, fueron muchas las nacidas a lo largo del siglo: en los países bálticos (Compañías suecas y danesas de China y de Levante), España (Compañías de Caracas, Honduras, La Habana, Barcelona, Filipinas), Portugal (Compañías de Para, Pernambuco y Maranhao), Prusia (Compañía del Mar del Norte), Rusia (Compañías de Kamchatca y del Mar Negro), el Imperio (Compañía de Levante de Trieste o, en territorios dependientes del emperador, la Compañía de Ostende, cuyo sacrificio fue exigido por Holanda e Inglaterra como contrapartida al reconocimiento de la Pragmática Sanción). La protección oficial de que gozaban, sus privilegios y la capacidad para concentrar capitales, reforzados a veces con aportaciones estatales, eran, como se sabe, sus principales armas. Pero también arrastraban lacras, algunas estructurales. La dependencia estatal, su gigantismo y burocratización coartaban su libertad de acción y exponían su gestión a múltiples corruptelas; los gastos de administración de sus territorios, cuando habían de correr con ellos, eran enormes; su exclusiva dedicación a una actividad y un espacio determinados, tampoco resultó, a la larga, positiva; contaban, además, con la oposición de los comerciantes que no participaban en ellas, que eran muchos... Inglaterra tomó tempranamente medidas de liberalización, disolviendo en 1689 la Compañía de los Mercaderes Aventureros, compañía reglamentada -en la que los mercaderes actuaban a titulo individual, pero respetando una reglamentación común-, que había controlado el comercio con ciertas partes de Europa. En 1752 la Royal African Company, que monopolizaba la trata de negros, se transformó en una compañía reglamentada. Y ninguna de las dos compañías más importantes -las de las Indias Orientales Holandesa (V.O.C.: Vereenigde Oostindische Compagnie) e inglesa (E.I.C.: East India Company)-, modelos reiteradamente imitados desde su aparición en los albores del Seiscientos, llegó incólume al final del siglo. A los enormes gastos bélicos y efectos de la corrupción los empleados de ambas utilizaban medios de la compañía en beneficio propio en el comercio intraasiático-, se sumaron los problemas financieros -muy agudos en la V.O.C., cuyos dirigentes recurrieron sistemáticamente al endeudamiento para mantener los elevados dividendos que la hicieron famosa-, y la desconfianza metropolitana a la excesiva independencia de sus agentes. La E.I.C., muy reformada, vio disminuir su autonomía (Regulating Act, 1773), y tras nuevas reformas, la administración de sus territorios quedó bajo control estatal (India Act, 1784). En cuanto a la V.O.C., fue liquidada en 1795-1796, dejando tras sí la descomunal deuda, según recoge J. de Vries, de más de 130 millones de florines.

El ciclo vital de las compañías monopolísticas, inexorablemente, se iba cerrando, por más que algunas la inglesa de la Bahía de Hudson, por ejemplo- subsistan testimonialmente en la actualidad. La flexibilidad de la empresa comercial privada, de modesto tamaño la mayoría de las veces, fundada y disuelta con rapidez en función de las concretas y cambiantes circunstancias, abierta al comercio de todo tipo de mercancías y también a actividades no estrictamente comerciales en todos los ámbitos geográficos, capaz de asociarse con otras similares y sometida exclusivamente a la protección de la legislación general de su país de origen, terminaba imponiéndose. Su papel en la actividad comercial había ido creciendo a lo largo del siglo y sería el tipo de empresa que, vigorosamente, traspasaría las fronteras del XIX.

Se estaba llegando al final de la etapa mercantilista. Las críticas teóricas a aspectos más o menos medulares de sus planteamientos, surgidas ya en el siglo anterior -el francés Pierre Le Pesant de Boisguilbert o los ingleses Thomas Mun, sir William Petty o sir Josiah Child son ejemplos de ello-, arreciaron progresivamente, reforzadas por una experiencia práctica cada vez más rica y compleja. Los denominados neomercantilistas franceses (François Mélon, François Véron de Forbonnais), los cameralistas alemanes (Von Justi, Von Sonnenfels) y, sobre todo, los preliberales ingleses (entre los que destaca el filósofo David Hume) insistieron, entre otras cuestiones, en el olvido en que los mercantilistas tenían a la agricultura volveremos sobre ello más adelante-; comenzaron a ver en la producción la auténtica riqueza y subrayaron cómo es más importante la velocidad de circulación de la moneda que la mera acumulación de metales preciosos; presentaron el comercio como beneficioso para todos los que participaban en las transacciones y se sustituyó la apelación a la balanza comercial por el concepto más amplio de balanza global de pagos, cuyo equilibrio o resultado positivo debía buscarse mediante compensaciones multilaterales; y, por supuesto, se atacó el proteccionismo imperante. Las críticas cristalizaron en nuevas doctrinas económicas abiertamente opuestas al mercantilismo: la fisiocracia y, especialmente, el liberalismo, de los que se hablará oportunamente. Y éstas, en medidas prácticas -a algunas de ellas se ha aludido anteriormente- que anunciaban una nueva época.